viernes, 4 de enero de 2013

El fin del camino



¡Hola!

Hoy publico un segundo relato. Éste en concreto ha sido seleccionado e incluido en el  1º Certamen Ciudadela de Valentia Autores y publicado en el libro del mismo nombre. Se trata de una historia de fantasía épica titulada "El Fin del Camino",  ¡espero que os guste!


Se detuvo.
Había llegado al final de camino. Le había costado bastante subir la colina y estaba destrozado. Alrededor se acumulaban las hojas arrugadas y revueltas de los olmos de la rivera. El balanceo de sus delgadas ramas contrastaba con la inmovilidad y aparente ascetismo del hombre. Ni un solo ruido alteraba la quietud de la tarde. Delante de él, en la cumbre de aquella colina, se alzaba una pequeña choza de madera. Decidió que se trataba del hogar de la vieja que buscaba. En el pueblo le habían dicho que ella era muy buena con hechizos, encantamientos, pócimas y cosas así. No había duda de que era lo que buscaba.
Reanudó la marcha pausadamente, sin vacilar, como lo haría un felino silencioso. Sus facciones marcadas y delgadas recordaban al frío destello de una espada recién afilada. Su cabellera rubia, más larga de lo acostumbrado en él, se deslizaba por sus hombros hasta alcanzar la mitad de su espalda. Sus ojos, dos gemas inmutables, dos esmeraldas duras, brillantes, inalterables, ardían con un fuego que contrastaba fuertemente con la apariencia sosegada e inmutable de su dueño. En ellos se adivinaba una tristeza lejana, que parecía transpirar desde lo más hondo de su mirada.
Cuando llegó a la puerta de la choza, muy deteriorada, descubrió que estaba abierta. Entró a una habitación pequeña, poco acogedora y muy desordenada. A poca distancia, una anciana de cabellos blancos y revueltos estaba sentada en una silla destartalada. Empezó a hablar con una voz serena y suave. Un súbito estallido de miles de voces y recuerdos alteró la mente del hombre.
—Bienvenido al humilde hogar de la Sabia Anciana. Hace horas que te esperaba. —La mujer menuda, de avanzada edad, le ofreció asiento en otra desvencijada silla, contigua a la suya—. Sé a lo que has venido. Estás aquí para recordar tu pasado.
Él no dijo nada, solamente la miró, con su rostro envuelto en una máscara de fría determinación. Se sentó a su lado.
—Aquí estás, Dain, príncipe de las desgracias, aquél con quién el destino no deja de  jugar. Eres el segundo hijo de Hanum II, rey del desaparecido reino de Mabaad, pragmático y justo monarca. Tu infancia transcurrió entre grandes honores y esplendorosos dones. —Ella recitaba aquello divertida, con un tono irónico y vacilante—. Fuiste entrenado para ser un gran guerrero y un fiel seguidor de tu padre. Lamentablemente muy pocos fueron los años afortunados en tu vida. Veo que la desdicha parece haber marcado tu vida desde el mismo momento en que abriste los ojos. Sí, eras apenas un adolescente cuando las ciudades de Mabaab empezaron a caer una a una a manos del enemigo del norte. Tu hermano mayor, audaz caballero, cayó en el campo de batalla. Y tu amantísima madre murió de pena. Todo ello provocó que su padre se sumiera en la más triste desesperación y se resignó a perder su reino sin hacer nada por salvarlo. Entre tanto, los Ravenid que eran muy feroces e imbatibles seguían reduciendo las fronteras del reino. —La anciana no dejaba de sonreír ampliamente, a punto de reír, como si se tratase de la función más hilarante de un bufón—. Y tu, mi buen príncipe…destinado como estabas a heredar el reino, conseguiste convencer a tu padre para luchar pero fue demasiado tarde. Solo quedaban dos ciudades en pie. Cuando cayó Siros, el destino fue implacable con  El Valle, tu ciudad natal, que finalmente fue invadida. Tu padre sucumbió atrapado en las llamas, sellando así su aciago final.
Al mismo tiempo que la anciana hablaba, multitud de imágenes se agolpaban en la mente del recién llegado. Un escenario de cuerpos mutilados y carne carbonizada, de molinos quemados y casas derruidas. Un lugar donde el olor imperante era una mezcla de humo, putrefacción, el hedor de la muerte y la barbarie.
Con esos recuerdos acuciantes, él sintió otra vez como le invadía la demencia. Se vio a sí mismo deambulando durante semanas por las montañas, sólo y moribundo, mientras la desesperación le arrastraba a la muerte, el único fin que había deseado. Aquellos días había decidido abandonarse a su suerte, esperar a un sueño placentero en las desiertas tierras rocosas del sureste de su país. No comió durante días y, cuando parecía que al fin iba morir, sus pasos le habían llevado a la verde tierra de Cerebriad donde le dieron asilo y le curaron sus heridas. En el majestuoso castillo de Salde, la capital, el Rey, Raniel Sa Sorik, te otorgó un inmejorable trato. 
—Dispuesto a empezar una nueva vida, solicitaste el ingreso en la Élite del Yelmo —continuaba la anciana—.  Te dieron acceso pero no fueron fáciles los primeros meses. Aunque no desfalleciste, mi valiente príncipe, te empleaste a fondo y demostraste que podías manejar la espada tan bien como el mejor de los caballeros de la Élite. Largos entrenamientos y difíciles misiones te hicieron destacar pronto como uno de los más capacitados guerreros de la Élite. El odio que profesabas hacia los Ravenid te empujaba a crecerte en el campo de batalla y ser temido. ¡Ay, mi audaz príncipe, pocos eran los caballeros que conseguían hacerte frente en los famosos torneos de Cerebriad! Y gracias a ellos, amasaste éxitos pero también envidias y desconfianzas. Algunos te consideraban un extranjero, una amenaza y, hasta incluso, un espía. Después de ganar algunos torneos, empezaste a formar parte de las expediciones que incurrían en tierras enemigas. Eran tiempos de guerra y tu valía se había vuelto indispensable a pesar de todo.
<
—Sí, estaba solo y aún hoy lo estoy —confirmó él—. Comprendí que nadie velaría por mí, que nadie me ofrecería jamás su hombro y que debía regirme solo por mis convicciones.
—En cuanto a Gilena, intentaste salvarla, ¡vaya sino! Primero robaste joyas, monedas de oro, armas… Luego te la ingeniaste para que algunos mercenarios te ayudaran a cambio de lo que habías robado. Asaltasteis las mazmorras del castillo de madrugada, cuando menos os esperaban. Cruzaste salas y salas buscando su celda hasta que al final diste con ella. Pero no estaba sola. Allí estaba Gregor que, dominado por el despecho, había intentado hacerla suya a la fuerza. Gilena estaba atrapada entre la pared de la celda y el cuerpo corpulento de Gregor. Consiguió liberarse momentáneamente pero él la golpeó fuertemente en la cara y cayó al suelo. Tú impediste que él acabara con su vida. Cuando te vio, sus ojos relampaguearon de furia y te insultó. Tú le ofreciste una mirada desdeñosa y.... ¡le escupiste en la cara! Estabas dispuesto a matarle y nada te detenía ya. El combate entre los dos fue difícil pues él poseía una gran habilidad. Con un golpe de su espada, logró que la tuya se te cayera de las manos pero no te rendiste. Le diste un fuerte puñetazo que le hizo sangrar la nariz y todo sucedió muy rápido. Aprovechando su confusión, tomaste de nuevo tu espada y la alzaste, dispuesto a hundirla en Gregor. Un grito brotó delante de ti después de blandir tu espada. Y lo siguiente que viste fue el cuerpo de Gilena cayendo sobre ti. Espantado, contemplaste la sangre que bramaba de ella. Gregor la había puesto delante de él y tu espada la había herido de muerte. Escuchaste sus últimas palabras y le cerraste los ojos. Una triste historia, sin duda —susurró la anciana—. Pero te libraste, una vez más. Enfurecido, con la rabia dominándote por completo, acabaste con la vida de él de la manera más horrenda que pudiste. Le golpeaste varias veces y, cuando sabías que no podría defenderse, hiciste un arco con la espada que cruzó desde su garganta hasta su vientre. Y después de eso, volviste a huir de Cerebriad. Has escapado de la muerte una y otra vez. ¡Eres afortunado!
—No, no lo soy —replicó él—. Viajo de aquí para allá, sin encontrar paz.
La anciana guardó silencio. Dain observó como posaba su mano con suavidad sobre la de él y pronunciaba unas palabras. Estaba expectante. Su respiración era entrecortada, como el jadeo de una bestia acosada.
—Bien, pues procedamos a borrar la memoria de tu vida y darte una nueva. Es a lo que has venido, ¿no? —La anciana le sonreía apaciblemente—. Cuando acabe esta sesión, habrás olvidado lo sucedido en Cerebriad. Estarás en las montañas otra vez, pero no moribundo sino rebosante de salud, ¡vaya sino! ¡Eso queda por cuenta de esta anciana!
—No, yo quiero borrar toda mi vida. —El semblante del príncipe era muy serio.
—¡Uy! Eso es más complicado. No sé si podré borrar algo más de dos décadas de vida y que vuelvas a ser un sonrosado bebé.
—Admito que no me he hecho entender bien. En el pueblo, me han dicho que tú puedes conceder el Fin del Camino. Ése es mi deseo.
—¡¿Qué?! —La anciana lo contempló incrédula un momento—. No puedo hacer eso, el fin de tu camino aún no ha llegado.
En ese momento, Dain se puso en pie y zarandeó enérgicamente a la anciana.
—¡Debes hacerlo! ¡Tienes que concederme el Fin del Camino, ¿no lo comprendes?! Ya no me queda nada, no tengo ninguna ilusión por vivir.
—Es que... no tengo poder para cambiar los deseos de los dioses. Y su deseo es que tu Camino no llegue a su fin aún.
—¡Ni mil batallas, ni mil heridas, ni siquiera decenas de venenos me han dado la paz! Siempre sobrevivo a la muerte. —La desesperación dominaba al joven mientras la anciana se mostraba atemorizada. Él le apretó fuertemente los brazos al tiempo que la zarandeaba— ¿No lo entiendes?
Dain aún tenía cogida fuertemente a la mujer cuando notó una fuerte presión en la cabeza. Perdió la consciencia durante unos segundos. Cuando la recuperó, la anciana había desaparecido. Estaba solo en aquella choza y la silla donde ella había estado sentada estaba vacía. La llamó con un alarido de furia hasta que finalmente se dio por vencido.
Durante un largo instante permaneció quieto, respirando profundamente, con los brazos caídos, mirando el suelo. Luego, cuando comprendió que estaba solo de nuevo, como siempre lo había estado, y que ni siquiera aquella anciana poderosa había querido ayudarle, se levantó y abandonó el lugar.
Dain no había llegado aún al final del camino, y es que éste no llega cuando uno quiere sino cuando finalmente acaba. 


No hay comentarios:

Publicar un comentario